1867. El cielo parisino parece indeciso. El calor moja la espalda del sábado. El pésimo humor de la sífilis lo acorrala. Le amordaza nuevamente el habla. Ese 31 de agosto, Caroline Dufayis, su madre, ha salido a buscar al médico. Sombras de flores, de sierpes, lo perturban. “Tengo miedo del sueño como se teme un gran túnel, repleto de vago terror, camino hacia quién sabe dónde; no veo más que infinito por todas las ventanas, y mi espíritu, siempre acosado por el vértigo, envidia la insensibilidad de la nada…” los versos se sientan en sus párpados. Un abrazo de temor y paz.
La imagen de Joseph-François, su padre, enseñándole a leer y escribir, lo acaricia. El silencio evapora ahora los 62 años del ex seminarista, profesor de dibujo, pintor, funcionario del Despacho de la Cámara de los Pares que se va de la vida cuando él apenas calza seis. Al año siguiente, los 28 años de su esposa se casan con el militar Jacques Aupick. Los cortocircuitos con el padrastro alimentan la relación hasta el final.
1839. La indisciplina lo expulsa del Liceo Louis-le-Grand. Se inscribe en la Facultad de Derecho de la Universidad de París. La vida bohemia le abre los brazos en el Barrio Latino, donde comparte desvelos con Gérard de Nerval, Honoré de Balzac y poetas jóvenes. Sarah, “la bizca”, le revela el sexo en un burdel y le abrocha una venérea testaruda. 1841. Aupick trata de corregir el libertinaje. Lo sube a un barco con destino a la India. La isla Mauricio le hace una zancadilla y lo empuja nuevamente hacia París.
En una piel mulata
Vida irregular. Escándalos alteran los cenáculos literarios. La pasión tiene piel de mulata y sofoca con indiferencia las críticas. Jeanne Duval lo enciende por dentro. “Y cuando abre los brazos, sus pechos soberanos demanda la mirada de todos los humanos… Ella ignora el infierno y purgatorio ignora, y mirará por eso, cuando le llegue la hora, la cara de la muerte en un tan duro momento, como un niño: sin odio sin remordimiento…”, escribe.
1845. El hachís es una mala compañía. La crítica de arte lo convoca. Publica “Le Salon de 1845”, un ensayo donde elogia la pintura de Delacroix y Manet, por entonces muy cuestionados. Mal de amores. Un intento de juicio lo sorprende ese 30 de junio. Al año siguiente edita “Le Salon de 1846”; sus artículos y poemas aparecen en revistas. Edgar Allan Poe lo impresiona, lo traduce y lo influye. 1847. Ve la luz la novela La Fanfarlo y esboza piezas teatrales. Participa en la Revolución del 48 activamente. 1856. Vende al editor Poulet-Malassis una selección de poemas, escritos a lo largo de ocho años.
“Ofensas a la moral”
1857. Las flores del mal salen a la calle y ofuscan a algunos críticos. En el diario Le Figaro, Gustave Bourdin habla de un libro “lleno de monstruosidades”. La justicia ordena a los pocos días el secuestro de la edición y procesa al autor y al editor bajo el cargo de “ofensas a la moral pública y las buenas costumbres”. Lo condena a pagar 300 francos y a suprimir seis de los poemas. Sin embargo la obra se reedita en 1861 con el agregado de 35 textos inéditos.
El poeta Paul Verlaine escribe el ensayo Los poetas malditos, donde se refiere al camino de vida y creación de seis poetas, incluido él, poblado de incomprensión y suplicios, una existencia “maldita”. No tardará en ser incluido en esa mirada.
Sin proponérselo: simbolista, precursor de la poesía moderna, la angustia lo entrampa. La droga, el alcohol, los brazos de sus amantes (Jeanne, Madame Sabatier, Marie Daubrun) son refugios. “El vino se parece al hombre: nunca se sabe hasta qué punto se le puede apreciar o despreciar, amar u odiar; ni cuantos actos sublimes o crímenes monstruosos es capaz de realizar. No seamos, entonces, más crueles con él que con nosotros mismos y tratémosle como a un igual”, piensa.
Thomas de Quincey influye en sus Paraísos artificiales (1858-1860). Escribe ensayos sobre el Tannhäuser de Richard Wagner en París y el pintor Constantin Guys.
1864. Sin un peso. Pronuncia en Bélgica conferencias a las no asiste casi nadie. Ningún editor se interesa por la publicación de sus obras completas. “Hay un invencible gusto por la prostitución en el corazón del hombre, del cual procede su miedo a la soledad. Quiere ser ‘dos’'. Pero el genio quiere ser ‘uno’... Es este temor a la soledad, la necesidad de perderse a uno mismo en la carne externa, lo que el hombre noblemente llama la necesidad de amar”, reflexiona.
Dios y el Diablo
1865. El destino venéreo lo enreda en una afasia y una hemiplejia que lo voltean en la iglesia de Saint Loup de Namur (Bélgica). Una clínica de París lo recibe. Sus pasos sueñan con volver a recorrer el Pont Neuf. “Dios es el único ser que para reinar no tuvo ni siquiera necesidad de existir… la más hermosa de las jugadas del Diablo es persuadirte de que no existe”, piensa.
El calor lo sofoca. Ve ahora con claridad cómo, entre los rumores del Sena, está saliendo de las entrañas de Caroline ese lunes 9 de abril de 1821, despertando la alegría de Joseph-François. Mariette, la sirvienta, lo baña, lo arropa y se ocupará luego de su crianza.
El dolor no le da tregua este sábado. Una secuencia de aburrimiento, bohemia, drogas, prostitución, vino, opio, diversión, rebeldía, sufrimiento, placer, incomprensión, repta inesperadamente por su mente. “La vida es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama”, piensa Charles Baudelaire, segundos antes de extraviarse en el laberinto maldito de la muerte.
La destrucción
A mi lado, sin pausa el Demonio se agita;
a mi lado, nada como el aire intocable;
lo trago y siento cómo abrasa mis pulmones
ahogándome en un deseo culpable y eterno.
Adopta, a veces, pues conoce mi amor por el Arte,
la apariencia de la mujer más seductora,
y acudiendo a especiosos pretextos cobardes,
acostumbra mis labios a sus depravados hechizos.
Lejos de la mirada de Dios así me lleva,
jadeante y deshecho por la fatiga, al centro
de las hondas y solitarias planicies del Hastío,
y arroja ante mis ojos, de confusión repletos,
vestiduras manchadas y entreabiertas heridas,
¡y el sangrante aparato de la Destrucción!
Charles Baudelaire (1821-1867)